No es Olga, tampoco Nohelí ni María Gabriela. La voz que emerge en esta entrevista no pertenece a ninguno de sus personajes, sino al propio Kleiver Fajardo, un joven de 28 años de edad, de Los Teques, estado Miranda, que, sin proponérselo al principio, terminó convirtiéndose en un espejo en el que millones de venezolanos se reconocen. En un cuarto sencillo, frente a una cámara y con una peluca como único disfraz, logra construir escenas que condensan la esencia de lo cotidiano: el gesto de una madre en la cocina, la risa nerviosa de una estudiante en plena exposición, el consejo enérgico de una amiga que siempre dice la última palabra.
Kleiver, conocido en redes sociales como SoyKleiii, se presenta como “un chamo súper venezolano, criollito”. Se define auténtico, alegre, pero también reservado: “Lo que la gente ve en redes sociales es a alguien extrovertido, divertido. Pero la realidad es que muchas veces soy yo solo en mi cuarto, grabando en silencio”, confiesa en exclusiva para El Diario. Ese contraste, entre la risa pública y la soledad creativa, es parte de su identidad.
Antes de encontrarse con el humor, Kleiver transitó caminos que parecían destinados a otro tipo de vida. Estudió dos semestres de Derecho, convencido de que debía cumplir con la expectativa de una carrera formal. Pero algo en él no encajaba. La primera vez que vio un estudio de radio y televisión comprendió, casi como una revelación, que allí estaba el terreno en el que podía desenvolverse. Optó por cambiarse de carrera, y así dejó de lado esa idea de convertirse en abogado para comenzar un nuevo camino en Comunicación Social, en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). La decisión, tomada en silencio, la confesó un día en la cocina de su casa. Fue un instante íntimo y revelador: el punto de quiebre que lo acercó a lo que verdaderamente quería ser.
“Cuando vi el estudio de radio y televisión dije: no, este soy yo”, recuerda.
La semilla de su capacidad actoral estaba allí desde la infancia. Kleiver recuerda ser el imitador oficial de su familia: reproducía los gestos de profesores, las manías de sus tíos, la manera de hablar de su abuela. Sin referencias formales ni grandes escenarios, ya estaba ejercitando la observación como herramienta. “Yo jugaba a las entrevistas, quería que alguien me descubriera”, confiesa. En esa pulsión temprana se encontraba la semilla de su talento: la habilidad de traducir la vida común en representación.
No fue un casting ni una producción televisiva lo que lo catapultó, sino un objeto sencillo: un cintillo escolar hallado en casa de su madre. Con ese accesorio, una camisa deportiva y una hoja en la mano, Kleiver grabó un video en el que representaba a una estudiante exponiendo en clase. No hubo música ni subtítulos, apenas él y su capacidad de encarnar un gesto. Contra todas las reglas del algoritmo, el video duraba más de dos minutos, y aun así conectó. La gente se reconoció en esa escena y encontró en ella el eco de su propia experiencia, algo propio que podía compartir. Allí comenzó el verdadero viaje, uno que le ha permitido acumular casi un millón de seguidores entre Instagram y TikTok.
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Después llegó Olga, el personaje que transformó su destino creativo. Nació en una madrugada, grabada casi sin preparación, y se convirtió en un fenómeno. “Ese video lo grabé sin dormir, con la peluca y el chaleco. Fue el antes y el después. La gente ya no pedía más nada, sino a Olga”. Con ella, una madre venezolana, Kleiver consolidó algo más que un personaje: creó un territorio común de memoria y afecto. “Olga se convirtió en un patrimonio cultural”, sostiene.

El taller invisible: su proceso creativo
El universo de Kleiver Fajardo se sostiene en un acto íntimo de observación. Su proceso creativo comienza mucho antes de encender la cámara: en un recuerdo de alguna vivencia familiar, en una reunión, en la cola de un supermercado o incluso en la anécdota que alguno de sus seguidores compartió a través de los comentarios. Allí, entre gestos pequeños y frases al pasar, toma algunas notas y detecta los hilos que después convertirá en escenas.
El secreto detrás de cada personaje no está en la exageración sino en la sutileza. Kleiver observa su entorno con atención casi de cronista: una prima que camina de determinada manera, la cadencia de un suspiro materno, el movimiento de cabello de una amiga. De esos fragmentos construye figuras verosímiles, nunca caricaturas. Esa sensibilidad lo ha llevado a poner un límite consciente: representar a mujeres sin caer en la burla. “Hay una línea muy delgada, porque represento a mujeres y no quiero caer en la falta de respeto. Para mí, la mujer es lo más importante”.
“Yo veo cómo camina una prima, cómo se acomoda el cabello una amiga, cómo suspira mi mamá cuando está molesta. Esos detalles son los que me nutren”, confiesa.
En ese delicado equilibrio radica la fuerza de sus videos: no son parodias para ridiculizar, sino representaciones que dignifican lo cotidiano y lo elevan al terreno de lo universal.
El peso de la risa: creación, agotamiento y el abrazo de su audiencia
Aunque sus videos transmiten frescura, detrás de cada publicación existe una carga emocional y física que pocas veces se percibe. Kleiver reconoce que la presión de crear constantemente puede ser abrumadora. “Llega un punto en que no tienes ideas y sientes que la gente está esperando por ti”, admite. Ese vértigo lo ha llevado a momentos de agotamiento profundo, como una vez que intentó grabar con fiebre y terminó vomitando.
La risa, entonces, no es siempre ligera. Requiere disciplina, entrega y una disposición permanente a exponerse. Sin embargo, incluso en esos momentos de cansancio, Kleiver encuentra en su comunidad una fuente de energía. Los mensajes de quienes le agradecen por acompañarlos en la distancia o por regalarles un instante de alivio le recuerdan que su trabajo trasciende el algoritmo y se convierte en un acto de compañía colectiva. Ese es su motor para seguir.

Lo que ha encontrado en su público trasciende la pantalla. Para Kleiver, los comentarios, los mensajes y el cariño se sienten como un patio de casa: cercano, afectuoso, lleno de complicidades. Su humor convoca a un espectador que no se limita a consumir, sino que participa y se reconoce. Desde un sector popular en Los Teques hasta una urbanización en el este de Caracas, o incluso desde la distancia de un migrante en otro país, la risa se convierte en un puente.
“Mi público es como un patio de casa, donde estamos todos reunidos en confianza”, asegura.
Para Kleiver, la risa no se queda en la pantalla: viaja, toca y regresa multiplicada. Esa conexión con su público lo ha marcado profundamente. No se trata solo de comentarios o reacciones, sino de mensajes o comentarios sobre cómo sus videos han iluminado días oscuros o aliviado la soledad de quienes viven fuera del país. “A veces me dicen que gracias a mí sienten que vuelven a estar en la sala de su casa en Venezuela”, cuenta con emoción.
Esa retroalimentación lo conmueve y le recuerda la dimensión humana de su oficio: más que entretener, lo que hace es acompañar. En cada sonrisa hay una conexión invisible que lo une con miles de personas que, como él, encuentran en el humor una forma de resistir, sanar y celebrar lo que significa ser venezolano.
Mirar hacia adelante
Hoy Kleiver evita encasillarse en una sola etiqueta. No se llama ni humorista ni comediante, aunque el público lo ubique allí. Prefiere verse como parte de un mapa más amplio, donde caben actores, escritores, animadores, influencers. “Yo llegué diciendo: ¿hay un espacio para mí? Soy Klei, y esto es lo que tengo para dar”. Esa visión lo mantiene abierto a múltiples posibilidades y a seguir explorando su propio camino.
En medio del reconocimiento creciente, Kleiver no pierde la perspectiva de futuro. A corto plazo, sueña con profesionalizar más su contenido, explorar nuevos formatos y llevar a sus personajes a escenarios que vayan más allá de las redes sociales. A mediano plazo, se ve consolidando su voz en pantallas importantes, sin cerrarse a otras áreas: la actuación, la animación. A largo plazo, aspira dejar escrito su nombre en la gran pantalla, a construir un legado que lo trascienda, un espacio donde otros jóvenes también puedan encontrar inspiración para crear.
Más allá de los me gusta o las métricas, lo que desea es que el público lo recuerde como alguien que supo retratar la esencia de lo venezolano con respeto y autenticidad. “Yo quiero que la gente me recuerde chévere: nuestro venezolano, así como pasa con María Gabriela de Faría, con Édgar Ramírez; que pase con Kleiver Fajardo”. El deseo de Kleiver es que lo recuerden por haber hecho que los venezolanos se vieran en un espejo y se reconocieran, siempre con su compañía.
A quienes desean crear contenido, su mensaje es simple y directo: comenzar. “No esperes más. Graba, guarda, planifica y empieza a publicar. Yo también dudé mucho, hasta que un día dije: voy a prender la cámara y actuar”. En esa frase se condensa su recorrido: la certeza de que el primer paso, por pequeño que parezca, puede abrir un mundo entero de posibilidades. “No esperes más: prende la cámara y actúa”.
En la suma de sus gestos, personajes y silencios, Kleiver ha logrado algo más que construir una carrera digital: ha tejido un refugio emocional para quienes lo siguen. Sus videos son pequeñas ventanas donde se asoma la memoria colectiva, un espejo donde lo familiar se transforma en celebración. Y aunque el futuro lo proyecta con ambición, es en lo íntimo, en ese instante en que alguien pulsa “reproducir” y se siente acompañado, donde reside la verdadera trascendencia de su trabajo.
Al final, lo que deja no es solo risa: es pertenencia, identidad, un recordatorio de que reír juntos también es una forma de seguir estando en casa.
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